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LA TORTUOSA PERIPECIA DE UNA COPA DEL MUNDO

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Jules Rimet y la Copa del Mundo. Yo supe de Jules Rimet cuando cursaba tercer curso de la EGB, con ocho años. Era un cromo de una colección de fútbol y el añejo blanco y negro de la instantánea no auguraba nada positivo respecto a la salud del bueno de Jules, cuyo nombre propio se guardó en mi cerebro tal como se leería en castellano. Resultó aquel señor ser el inventor del Mundial de fútbol, gracias a lo cual, años después, le habían puesto su nombre a la propia copa del campeonato. Se ve que Rimet mandaba mucho y, en una decisión que hoy nos olería a un intenso aroma de tráfico de influencias, le había encargado la copa a un amigo, el artesano Abel Lefleur, como quien pide un cubalibre en el bar. A Cuba precisamente no fue el trofeo, pero sí que pasó el Atlántico para recalar en Montevideo, primera etapa de la historia mundialista. Ganó el equipo local y la copa, aun siendo de oro, encontró acomodo al lado mismo del Río de la Plata, en otra demostración de lo bueno que es complementa