LA TORTUOSA PERIPECIA DE UNA COPA DEL MUNDO

Jules Rimet y la Copa del Mundo.

Yo supe de Jules Rimet cuando cursaba tercer curso de la EGB, con ocho años. Era un cromo de una colección de fútbol y el añejo blanco y negro de la instantánea no auguraba nada positivo respecto a la salud del bueno de Jules, cuyo nombre propio se guardó en mi cerebro tal como se leería en castellano. Resultó aquel señor ser el inventor del Mundial de fútbol, gracias a lo cual, años después, le habían puesto su nombre a la propia copa del campeonato. Se ve que Rimet mandaba mucho y, en una decisión que hoy nos olería a un intenso aroma de tráfico de influencias, le había encargado la copa a un amigo, el artesano Abel Lefleur, como quien pide un cubalibre en el bar. A Cuba precisamente no fue el trofeo, pero sí que pasó el Atlántico para recalar en Montevideo, primera etapa de la historia mundialista. Ganó el equipo local y la copa, aun siendo de oro, encontró acomodo al lado mismo del Río de la Plata, en otra demostración de lo bueno que es complementarse.

En 1934 tuvo que volver a Europa, pues el Mundial se hacía en Italia. Mussolini y los suyos presionaron todo lo que pudieron y más. Así, debido a más que discutibles decisiones arbitrales, Italia se presentó en la final. Al acabar el partido cumbre, los italianos levantaban hacia el cielo romano a la diosa griega representada en la copa, evidenciando que lo clásico siempre vuelve con fuerza.

En el siguiente campeonato, en 1938, la Diosa de la Victoria recaló en las antiguas Galias, pero emulando a Julio César un par de milenios después, los italianos volvieron triunfantes del Mundial francés. Tuvieron el gusto, eso sí, de no llevar cautivos a Roma, como sí habían hecho con el pobre Vercingétorix, y se conformaron con retener el dorado trofeo otros cuatro años más. Se quedaron cortos, pues llegó la guerra y en la década siguiente no hubo campeonato. No obstante, parece que los alemanes, que deportivamente fracasaron en el Mundial, querían el trofeo. Seguro que sus intenciones no eran nada buenas, pero la habilidad de un federativo italiano, que lo guardó durante años en una caja de zapatos debajo de su cama, conjuró el peligro.  Los teutones ni encontraron el trofeo ni ganaron la guerra, afortunadamente en ambos casos, pero aplacaron indirectamente las ansias viajeras de la alada diosa metálica hasta Brasil 1950. Allí, el día del Maracanazo, el propio Rimet hizo entrega del trofeo a los uruguayos con la mínima celebración, para no hacer más sangre con aquella tragedia deportiva que asoló el ánimo del país carioca. Es que, encima, les habían ganado sus vecinos...

Más de tres lustros después, en 1966, tras alguna oscura maniobra que afeó otra vez al balompié oficial, llegó el Campeonato Mundial a la cuna del fútbol. Los ingleses, orgullosos de su progenie, exhibieron la copa en una urna en una institución londinense. Y pasó lo que no tenía que pasar. Cuando los vigilantes estaban tomando un café, fue robada fácilmente. Hubiera tenido un pase si hubieran tomado té, pero, para vergüenza nacional, no fue así. Ante tamaña crisis no tenían esta vez ningún Churchill que resolviera la papeleta (ya que había fallecido un año antes). Tuvo que ser un perro, Pickles, el que devolviera el mancillado honor a las tierras de Su Majestad, encontrando el trofeo tras unos arbustos. Los ladronzuelos que se lo habían llevado, que no pertenecían a ninguna maligna organización criminal internacional que diera lustre a la historia, decidieron deshacerse de él sin obtener beneficio a cambio. Se puede decir que antes de que Bobby Moore, capitán de la selección inglesa, cogiera el trofeo como vencedor del Mundial, ya lo habían manoseado ladrones, policías y hasta el dueño de un perro que pasaba por allí. Además, muchos insinúan que no fue el único robo en aquel campeonato, aludiendo al gol fantasma de los ingleses en la final, teniendo a los árbitros de protagonistas en vez de otro tipo de malhechores.

Pero nuestra inquieta y descarriada copa pareció tener por fin un descanso cuando Brasil venció su tercer Mundial en 1970. Pasaron trece años de una existencia apacible hasta que, mientras era exhibida en la propia federación de fútbol de Río de Janeiro, fue robada. ¡Otra vez! Otros ladrones de segunda categoría se la llevaron y, presuntamente, un argentino –otro vecino, para más inri- la fundió y ya no se volvió a saber más de ella. Con algo más de cincuenta años y tanto trote no le cabía nada más que un final abrupto… o  misterioso, pues hay quien piensa que no fue fundida y está oculta en algún lugar.


Expositor vacío, después de robada la Copa en el 66. Hace gracia lo de "proudly presented by".

El chucho que encontró la Copa. Ganó una buena recompensa y hasta salió en alguna película. Pero, al año siguiente, persiguiendo a un gato, se ahorcó con su propia correa. Por inconformista.


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