LUCES
Pues sí, reconozco que esta canción me daba miedo de pequeño, por aquello de los “borrachos en el cementerio”. Recuerdo haberla oído un verano, sonando en el radiocasete, cuando se nos hizo de noche mientras recogíamos todas las sillas plegables, las mantas, la inevitable nevera y los demás complementos habituales de una jornada en el campo. ¡Menos mal que los escalofríos que me atenazaban se quedaron en tierra en cuanto se cerró la última portezuela del coche! Entonces, el mundo estaba entero por descubrir, pero la oscuridad no era algo que favoreciera desentrañar todos los misterios de la vida, sino que los complicaba, por no hablar del “Coco”, un incordión que debía dormir solo de día. Por eso, el atractivo que pueda tener la noche -aparte de si eres vampiro o caco, claro está- se potencia con unas buenas luces, sobre todo si rasgan la oscuridad con un poco de estética. No es lo mismo una triste bombilla incandescente colgando de un cable, que solo parece gustar a los mosquitos (y a las arañas porque hay mosquitos), que un bonito neón de color rosa, ese que se hace cargo de las cosas. Y aunque en la época de Göethe no se habían inventado los artefactos luminosos con los que disfrutamos hoy en día, ya demostró brillante inteligencia mi colega escritor cuando, con armonioso acento de Turingia, entonó sus últimas palabras, que no fueron otras que: “¡Más luz!”
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