KAMIKAZES

Japón es un país donde el honor y el respeto ciudadano son señas de identidad nacional. Sirva para certificarlo una sencilla anécdota que me contaron: el narrador, visitante eventual del antiguo Cipango, se dejó olvidada una buena cámara de fotos en un banco de un parque. Se percató del hecho muchas horas después. Volvió al lugar y allí estaba, en el mismo sitio, intacta. Sospecho que eso no ocurriría por estos lares.

Pues bien, con esos mismos valores, quizás deslumbrados por el Sol Naciente, crearon durante la Segunda Guerra Mundial una de las unidades militares más famosas de la Historia: los Kamikazes o Tokkōtai, que no precisan demasiada presentación. Tampoco hace falta decir que desde nuestra visión europea, y por tanto, plena de razón occidental, todavía nos sorprende como jóvenes voluntarios, con toda la vida por delante, pudieron elegir un camino con tan poco futuro. Morir por el Emperador o por su país, era para ellos una muerte digna. Y si no lo era, se lo hicieron creer. A eso lo llamo yo capacidad de convicción, la misma con las que les pedían que no cerraran los ojos en el último momento, no fueran a fallar. Lo dicho, la anulación de la voluntad hasta en el instante supremo.

Pero luego llega Hiro Hito con la rebaja y te enteras de que a los hijos de los dirigentes no les dejaban apuntarse; de que si te negabas, te mandaban al frente en el que había más tomate (con poca tasa de supervivencia voluntaria) o de que podían complicar la vida a tu familia con distintas y abyectas formas de presión. Vamos, que no les importaba que se cayeran los aviones, pero el chiringuito debía mantenerse en pie (y sustentado por los de “abajo”, por supuesto). En ese contexto, pongo esta foto que me fascina. En ella aparecen cinco tokkōtai. El más joven, Yukio Araki, tenía 17 años en mayo de 1945, cuando sujetaba entre sus manos el perrito. Sus compañeros no eran mucho mayores que él. Al día siguiente de ser tomada la foto, dejaron la ternura en tierra, salieron con sus aviones rugiendo hacia Okinawa y nunca volvieron. El Emperador, por el que dieron sus vidas, no abdicó cuando Japón se rindió.





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